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JUEVES SANTO. TRES JUEVES HAY EN EL AÑO... POR LEO TALLADA.


“Tres Jueves hay en el año que relucen más que el Sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión

Este famosísimo dicho popular, en Úbeda, en la práctica y en lo práctico, en lo material y en lo real, de entre esos tres jueves, sin duda es el Jueves Santo, el Jueves grande de nuestra Ciudad. Que, quizá, junto con el Viernes Santo y el día de San Miguel, constituyan a efectos populares y tradicionales, los días que hacen que Úbeda reluzca más que el Sol.

No creo que sea necesario recordar la íntima relación y la importancia histórica de la Semana con nuestra Ciudad. Casi seis siglos son testigos de la preeminencia de esta celebración religiosa en una Ciudad que creció –se quiera o no- de la mano de la Semana Santa. Donde cada rincón de su centro histórico, respira, atesora y conserva las huellas, que esta ha ido depositando en sus calles. Una celebración de la que sus gentes han querido y han sabido hacer seña de identidad, conservándola y manteniéndola viva generación tras generación.

Para quien suscribe, que en comparación con todos esos siglos de tradición, apenas solo posee un brevísimo lapso de cincuenta años de Semanas Santas vividas, las experiencias, los recuerdos más vivos y sobre todo más reales y directos comienzan a principios de las década de 1.980. Años en los que Semana Santa experimentaría un notable periodo de bonanza y crecimiento en Úbeda. Y se pueden imaginar que aquellos niños del Pasaje de San Isidoro que, con ocho o diez años pasaban sus tardes jugando en la calle, no iban a ser ajenos a aquel ambiente de bonanza cofrade que se respiraba en la Ciudad. Siendo por supuesto algo recurrente que dentro de aquellos juegos, ya fuera el mes de marzo, julio u octubre, de cuando en cuando, tocaba sacar nuestra procesión a la calle. Ya saben, una procesión infantil. Ojo de las de verdad, no sé si me entienden…

Pues bien, el recuerdo de aquellos años, el de una Semana Santa donde entre las cofradías aún mantenían aquello del que “no podía haber dos cofradías en la Calle al mismo tiempo”, el de túnicas planchadas y colgadas esperando su turno, el de los olores de las cocinas que preparaban las comidas “de vigilia”, el del reencuentro de familias y amigos que volvían por Semana Santa, el del paulatino goteo de procesiones que crecía a partir de la tarde del Miércoles Santo hasta ya acababa La General... Que aceleraba sobremanera el pulso cuando, la mañana del Jueves Santo, la Banda “de la Oración” tocaba diana bien temprano. Un momento que –permítanme el símil- “era el chupinazo”. El momento en que tomábamos conciencia de que apenas serían 48 horas en las que iban a confluir tantas y tantas cosas para las que habíamos estado aguardando tantos y tantos días.

Se intensificaba el ajetreo. El del ir y venir. El de “atajar”, el de la Plaza con “los carrillos” que difícilmente daban abasto… Todo aquello ya solo iba a ir “in crescendo”. Pronto pasaría la mañana y –aun con la cuchara en la mano- la Banda de La Columna ya nos llamaba a arremolinarnos en el Claro de San Isidoro. A esperar “en el Popular”, polo de hielo en ristre, para verla salir deslumbrante, espléndida a lo largo de la Calle Nueva. Sus largas filas facilitaban “volver a pillarla” para disfrutarla  nuevamente si era el caso.

Pero la tarde caía a velocidad de vértigo y la Humildad ya estaba a punto de salir. En aquellos años no había romanos, coincidía con un lapso en que la banda vestía como el resto de sus penitentes, pero eso daba igual, la Úbeda de la Semana Santa de principios de los 80 ya hervía toda en la calle… Y no tardaría mucho más en llegar el turno de “la nueva”. Esa que “rompía el orden cronológico”… La Buena Muerte.

Esa Cofradía, esa procesión a la que los chiquillos nos acercábamos a ver con la curiosidad que sugerían aquellas formas completamente distintas a todo lo que había pasado ese día. Con tanta gente descalza. Y allí estábamos nosotros, sin acabar de entender aquello. El Jueves Santo se nos escapaba entre los dedos al paso de aquel Crucificado que además “no llevaba trono”, que era distinto al resto de toda la Semana Santa y no entendíamos el por qué. Pero el Viernes Santo estaba a la vuelta de unas pocas horas y tocaba volver a casa, cansados pero enormemente felices de lo vivido.

Hoy, echando la vista atrás y transcurridos tantos años. Hoy, teniendo algo más de madurez y siendo ya uno más de aquella Cofradía que cerraba el Jueves Santo, pero alejándome –a Dios gracias- del pernicioso “hooliganismo”, todas aquellas preguntas que nos hacíamos aquellos niños encontraron su respuesta. Y es que era, es imprescindible.

Entre toda aquella vorágine de sonidos, de prisas, de olores, sabores, tradiciones, amigos, ritos y costumbres a medio camino entre lo religioso, lo cultural y lo etnológico, aquella Cofradía, aquella del Cristo que nos pasaba tan cerca, al que podíamos tocar, era y es necesaria. Justo en el centro de dos de los días que quizá sean más importantes para Úbeda. Un silencio. Una ruptura que suponía y supone el paréntesis; el freno al frenesí, el hecho propiciatorio y necesario para ayudarnos a entender y a asimilar desde el punto de vista religioso todo lo que había pasado, y a prepararnos para todo lo que está por pasar. Y desde ese otro prisma, el que está alejado de lo religioso, es el broche al cúmulo de mantras -en ocasiones centenarios- que consciente o inconscientemente repite nuestra ciudad y sus gentes. El punto y seguido. La pausa necesaria que nos reconforta y nos ayuda a tomar fuerzas.

Para los que creemos, para aquellos que, por Jueves Santo, nos inclinamos ante el Crucificado de los Carmelitas para descalzarnos y hacer camino con Él, es el momento para que desde esa pausa, desde el anonimato que nos hace iguales, desde ese silencio, desde ese rato de introspección, poder establecer un diálogo íntimo y tantas veces desgarrado, en el que contarle cómo va todo. En el que trasladarle nuestros miedos y alegrías, nuestras preocupaciones y esperanzas, pedirle que no nos deje solos, que nos de salud, que mire por el trabajo, por nuestra familia… Y siempre está ahí.

Entre tanto ruido, ayer igual que hoy, ese silencio es imprescindible. Su lento discurrir orlado de gentes que tocan Su cruz al pasar para santiguarse, es necesario. Es el equilibrio imprescindible, indispensable, para un día que en Úbeda reluce más que el sol, y que tiene su culmen la noche del Jueves Santo.

✍️ Leonardo C. Tallada Sánchez 

📷 Santiago Muñoz de la Torre 

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